31 enero 2007

El día a día en Bangkok

Últimamente he estado bastante tranquilo, quiero decir, que no he viajado mucho. Desde que vine de Borneo, mi única escapadita fue un fin de semana en Pattaya, a dos horas de Bangkok, destino favorito del turista sexual, para sacarme un título de buceo. El paisaje subacuático no era demasiado espectacular allí, pero era la forma más fácil, rápida y barata de obtener el título de PADI, necesario para conocer “legalmente” los auténtico paraísos submarinos del país. Y eso a pesar de que Edu me intentó convencer para hacer una falsificación de su licencia tirando de fotosop y tranquilamente sumergirme a 30 metros. Pero bueno, en el fondo soy un tío prudente.



Me fui a Pattaya con Javi, recién llegado, de la Cámara de Madrid. Mi instructor de buceo, Pok, no era lo que se puede decir bilingüe, pero con gestos y mucha voluntad, consiguió que saliese vivo de las cinco inmersiones que hice, y fue capaz de enseñarme algún caballito de mar, un tiburón nodriza, una morena y alguna otra cosilla. Pero bueno, era un islita en frente de Pattaya, y estando en Tailandia, y hablando de buceo, es como jugar en Segunda División. El caso es que ya he hecho el curso, así que mi siguiente inmersión será de Champions, seguro.



La noche, lo más famoso de Pattaya, no era el objetivo del viaje. A pesar de ello si que nos dio tiempo a cenar en una barbacoa típica, o a tomarnos unas cervezas por “Walking Street”, y ver allí a unos cuantos cincuentones con jóvenes tais, algo que es habitual en Bangkok, pero en esta ciudad aún más.



Y desde entonces, pues en la gran ciudad, que no significa descansar ni mucho menos. Eran los primeros días de Javi y los veteranos teníamos que enseñarle la noche tailandesa, como habían hecho con nosotros. También era la vuelta de Navidades, en las que todos hemos estado muy desperdigados, entre viajes, gente en España, visitas, y ha sido el momento de retomar un ritmo de vida habitual, volver al squash, a las cenas en el restaurante de la 14, y a las salidas entre semana con madrugones para currar.

En torno a las 9 estoy llegando a la Oficina, tras una ducha rápida, y desayunarme una leche de soja por el camino, en el que hay que tener bastante cuidado, ya que aunque son sólo cinco minutos, hay varios tramos sin acera, y cruces sin semáforos, en los que se agolpan motos y taxis cediéndose el paso sin demasiado orden. A esa hora, a las nueve, todo está lleno de puestos de comida, y el olor a pollo a la brasa inunda la calle.



Tras llegar a la Oficina, directo a la sala de servidores, horrible y sin ventanas, a ver si ha salido la cinta de Back Up, a comprobar su contenido, y los logs (esto lo pongo por si lo lee alguien de Madrid, por supuesto).



Ya un poco más relajado (¿?), si es que todo lo anterior ha ido bien, me siento tranquilamente en mi puesto, mucho más chulo, junto a un ventanal, y haciendo alguna tareilla suele aparecer Khun Nui con los cafés: “Khop Khun Khrap”, “Khop Khun Khrap”. Es uno de los pequeños lujos de la Ofi, que nos traigan el café, aunque sea de polvos. Y es que, si por cualquier cosa me lo tengo que preparar, no me sale igual. La verdad es que cuando falta Khun Nui la echamos de menos.



Ahora tengo a Edu y a Edouard en la misma sala que yo, y lo he notado. Antes estabamos dos, y ahora tres, y siempre hay más revuelo. Pero también es más entretenido. La mañana pasa, y sobre la una es el momento de bajar a comer.

Hay mucho donde elegir: italiano, japonés, coreano, occidental, tai... pero siempre repetimos los mismo sitios. A mi me gustaba uno, la tabernilla tai, super cutre, pero desde hace un mes y pico no vamos mucho. Y es que un día salió de la cocina una rata, y el cocinero detrás de ella, dando golpes contra el suelo, con el mismo enorme cuchillo que estaba cortando las verduras. Yo me partía, pero la cara de Edu era un poema, y desde entonces... Pero bueno, esto es Tailandia, y aunque la comida está buenísima, la fauna de la ciudad habita en todas partes. Hay otro restaurante tai donde suele haber cucarachas por el suelo, y en el italiano de al lado, una vez apareció una en un plato. Pase lo que pase, soy el defensor número uno de la comida y los restaurantes tailandeses.



Al volver a la oficina otro café me ayuda a mantenerme despierto. Y poco a poco, se van acabando la tareas. Además España empieza a despertar, y es el momento en que la gente comienza a aparecer por el messenger. Así se hacen las 5 o las 6, y si no tengo clase de Tai (por suerte sólo me queda una, creo que me he dado por vencido...) es el momento de irme a casa.





Mi casa mola. Un piso 18, un estudio de algo más de 40 metros, con un biombo que separa el salón del dormitorio. Y al fondo, junto a la cama gigante, un ventanal enorme desde el que se ve el tren aéreo que recorre el centro Bangkok y varios de los rascacielos de la ciudad. Además, en el mismo edificio hay tiendas, restaurantes, gimnasio, squash, piscina o lavandería. Vamos, que no me quejo.



Normalmente por la tardes solemos jugar unos partidos de squash. Pero si no, se puede ir a la piscina de la 14, dar una vuelta por la ciudad, a comprar a algún mercado, al parque de Lumphini, o a algún centro comercial.



Las cenas pueden ser en el edificio, en el restaurante de la 14, y después, pues depende. Aquí se puede salir toda la noche, y todas las noches del año. El límite nos lo ponemos nosotros, y el tener que estar en el trabajo a las nueve del día siguiente. Viviendo en una zona tan céntrica de la ciudad uno se puede permitir ir a tomar una cervezas por una zona de fiesta y cuando se quiera retirar pillar un tuk-tuk y poder llegar a casa en cinco minutos.



Yo pensaba que ir a Tailandia cambiaría mi forma de vida por completo. Pero no. Tailandia es, junto con Malasia, el país más desarrollado del sudeste asiático. Y Bangkok es probablemente el principal nodo de comunicaciones de la zona, punto desembarco de millones de turistas, y con una gran cantidad de población expatriada. Enormes centros comerciales, cines, teatros, parques (mejor dicho: parque), metro, tren aéreo, autopistas o rascacielos aparecen por la toda ciudad y sus alrededores.



Tampoco es lo mismo el que viene dos o tres semanas de vacaciones que vivir aquí todo el año. Cuando ya llevamos cuatro meses, me doy cuenta de que en el fondo, el día a día, entre semana digo, es parecido vivir aquí, en Madrid o en Valladolid. Bueno, excepto por el poder adquisitivo (y por otras cosillas que ahora no vienen a cuento ;-), ya que esto es super barato, y te puedes permitir salir mucho más, cenar fuera, espectáculos... Pensándolo bien, casí que retiro lo que he dicho antes... mi vida aquí no se parece demasiado a España, pero sencillamente cuando te acostumbras a ciertas cosas ya no las valoras tanto. En todo caso, los festivos y los fines de semana si que son muy diferentes, no se puede olvidar que estoy rodeado de paraísos a una hora de avión.



Así que bueno, este es más o menos el día a día en Bangkok, sobre todo para todos aquellos que leyendo el blog pensabais que voy a estar un año de vacaciones por Tailandia. No, de vez en cuando hago algo, como escribir esto ;p

Y me piro, que es viernes por la tarde, y en unas horitas pillo un avión, ¡que toca playa!.

14 enero 2007

Monte Kinabalu (Borneo)

Esta es una historia con dos principios, que por el título del capítulo, supongo que adivináis donde acabó.

En primer lugar: Borneo. Para mí, no se si os sucederá a todos, la palabra tiene una connotación especial. Es como un sitio mítico, de leyenda. Una isla enorme, la tercera del mundo, entre el Índico y el Pacífico, cuyo nombre suena a selvas, monos y piratas, de película de aventuras, que quería conocer. Parece que sea como un gran vacío en los mapas, un territorio enorme que se lo reparten Malasia e Indonesia, pero muy alejado de las zonas más habitadas de ambos países. Y por allí esta Brunei, un pequeño sultanato árabe, cuyo nombre suena a petróleo y dinero, en el que el alcohol es ilegal.

En segundo lugar: la montaña. Rulo me envía fotos de vez en cuando de sus últimas hazañas en Picos de Europa. Pedrito con su mensaje de mesenger “El año de los grandes retos. Raids, triatlones, travesías...”. Lenon preparándose para hacer medias en menos de 1:25. Me dicen que Javi y Peri quieren empezar a correr croses. ¿Qué me queda por oír?, ¿qué Sergio ha acabado la carrera ;p? ¿qué Peri ya no va al Peters? ¿qué el Avo se echa novia?. ¿Qué ha sucedido?, ¿dónde me he quedado yo?. ¿Fiestas, playa, y whisky tailandés?. Parece que todo el mundo haya dado ese paso, haya adquirido ese punto de madurez que hace abandonar los malos hábitos de juventud, y yo me haya quedado atrás. Pues no. Sobre todo viendo las fotos de Picos, recibía una especie de “llamada de la montaña”, y estando en Bangkok, sentía la necesidad de aire puro y limpio, de salud.

En ese momento apareció la página de AirAsia, la compañía bajo coste más famosa del Sudeste Asiático. Buscando destinos directos desde Bangkok apareció un nombre extraño, Kota Kinabalu, ¡en Borneo!. ¿Y que hay realmente allí?. Por suerte en la misma página aparece una descripción de lo que uno se puede encontrar en cada destino. El Monte Kinabalu, ¡4.100 metros!. La montaña más alta entre el Himalaya y Nueva Guinea.

Fue como una aparición. Matar dos pájaros de un tiro. Compré el billete y en apenas una semana me presente en Borneo, en la provincia de Sabah, la más oriental de Malasia, aterrizando en la costera Kota Kinabalu.



La ciudad recta, ordenada, limpia, apacible. Como la anterior vez que estuve en Malasia, tuve la sensación de estar más cerca de Europa, sólo las mezquitas, los hijab, las letras chinas, y los ojos rasgados me devolvían a Asia. Llegué cansado, tras seis horas de retraso en el aeropuerto, pero no había tiempo que perder.

A la mañana siguiente, con los primeros rayos de luz, estaba a 2.000 metros de altitud, en medio de un bosque tropical, en el que sería el punto de partida de la ascensión: Mesilau. Junto a mí, un grupo de 20 malayos, profesores y estudiantes de un politécnico, que había conocido la noche anterior en el hostal, y que tras un chocolate caliente me habían invitado a subir con ellos.



Nada más empezar a andar comenzó a llover, y no lo dejaría durante horas. En esta zona de Malasia, las estaciones están cambiadas respecto a Tailandia, por lo que estábamos en pleno monzón húmedo. En realidad, en los días que estuve allí, no hubo ninguno soleado, estuviese en la montaña o en la playa.



El camino era empinado, a base de escalones, con piedras, raíces de árboles, y algunos tablones clavados haciendo de peldaños, ya que era la única forma de conservar el sendero en caso de lluvias. Pero eso no evitaba los charcos, el barro y los resbalones.



El ambiente impresionante. Un bosque denso, tupido, húmedo, no permitía ver más de 50 metros hacia dentro, y creaba un ambiente oscuro, que en los momentos de más intensidad de lluvia llegaba a ser triste. El ruido de la lluvia contra las hojas, contra la capucha del poncho, de las cascadas que se formaban, añadido al cansancio, llegaba a ser agobiante. Según íbamos ganando altitud nos acercábamos a las nubes, bastantes densas, y sólo en ciertos momentos dejaban ver la rocosa cumbre.



Y en cabeza siempre el guía, una malayo de unos 40 años, al que había que parar cada poco tiempo. Os aseguro que impresionaba, no sólo por el ritmo y por las dos moles que tenía por piernas, sino por su indumentaria. Todos nosotros con ponchos y botas, y el tío iba tranquilamente, con sus bermudas, su paraguas, de vez en cuando su cigarrillo,...¡y sus chancletas!, pisando en todos los charcos, y riéndose de las sanguijuelas.

Llevábamos unas cinco horas de subida cuando la luz apareció, dejo de llover, el sol comenzó a calentar. Estábamos a unos 3.000 metros, y acabábamos de superar el nivel de las nubes, que ahora que encontraban a nuestros pies. El denso bosque deja lugar a grandes arbustos, de troncos retorcidos, apareciendo ya la roca pelada en algunas ocasiones. Con el Sol, y por la cercanía al albergue, aumentan los ánimos y el ritmo, y en poco tiempo alcanzamos Laban Rata (3.272 m.), donde dormiríamos.



Con pocas horas de sueño, pasadas las dos de la mañana, comenzó el asalto a la cima. En menos de tres kilómetros se salvan casi mil metros de desnivel. Y todo ello de noche. El objetivo es llegar arriba antes del amanecer. Así, ayudados a veces por cuerdas, para evitar resbalar en el granito húmedo, sobre las 5 de la mañana estábamos arriba.



Demasiado rápido, así que una vez allí, a refugiarse entre rocas, e intentar guardar el calor (estaríamos en torno a 0º, y creo que mi indumentaria de isla tropical no era la adecuada), hasta la salida del sol, casi una hora después.





Y por fin, salió el Sol, allí, a 4.095 metros sobre el nivel del mar, primero tímidamente, y pocos minutos después ya se veía el paisaje pelado, lunar, por el que habíamos ido en la oscuridad. El enorme mar de nubes al fondo, sobre el que sobresalían algunos picos lejanos, pero a esa hora de la mañana, mirando hacia el norte, todavía era posible ver desde la cumbre Kota Kinabalu, el Mar de la China Meridional, y algunas de sus islas.



El tiempo volaba, y yo no tenía demasiado, así que tras disfrutar un rato de las vistas y despedirme de mis compañeros, comenzó el rápido descenso. Abandonar la roca, de nuevo el albergue, los arbustos, meterme de lleno en las nubes, comenzar a llover, y volver el bosque tropical, los helechos arborescentes, las cascadas, y la oscuridad.





Apenas cuatro horas después, estaba a la entrada del Parque Natural, a sólo 1.600 metros, cambiándome de camiseta, a la espera de un autocar que me conduciría a Sepilok.

Sepilok, al este de Sabah, es uno de los cuatro centros de rehabilitación de orangutanes que existen en el mundo. No era el objetivo número uno del viaje, pero cumplido aquel, y ya que iba bien de tiempo, tenía que acercarme. No tiene nada que ver con un zoo, es una reserva natural, que permite ver orangutanes, macacos y otros animales en su ambiente original, rodeados de la densa vegetación tropical.



También es una buena oportunidad de ver una auténtica selva virgen, densa, húmeda, salpicada de enormes troncos rectos, con copas a más de 40 o 50 metros del suelo, y siempre en compañía de la lluvia.





Otro viaje en autocar, a través selvas, montañas, y plantaciones de palmeras (Malasia es mayor proveedor mundial de aceite de palma), me devolvió a Kota Kinabalu. Y tras unas horas de relax en una bonita pero nublada isla cercana, tenía que volver a Bangkok, eso sí, habiendo visto, entre otras cosas, montañas, selvas y monos. Me faltaban los piratas, pero... ¿quién sabe si en Filipinas?.


01 enero 2007

El camino hacia Phuket.

Estas han sido unas Navidades diferentes. No se si debo decirlo, porque voy a parecer un blando, pero he tenido morriña, si señor, y mucha. ¿Será que los ladyboys me están cambiando?.

Los días previos a Nochebuena no estaba demasiado animado, pensaba en la cena en casita, con toda la familia, jugando al bingo con la abuela, y en los espumosos por los bares de la parcela, tras llenar el estómago con unas cuantas pipas. Así era.

Los centros comerciales están llenos de adornos típicos de estas fechas, que aunque lo intentan, no dan la sensación navideña que uno tiene cuando está en Valladolid a 5º. Pero bueno, por esfuerzo que no sea, porque todo aquel que tenía algo que vender en está ciudad durante estos días llevaba un gorro de Papá Noel, ya fuese una dependienta, un sastre o una prostituta.



Que mi estado de ánimo no era boyante lo vió Edouard, que para algo le tengo en frente mío todos los días, y se decidió a animarme. El golpe de efecto tenía que ser fuerte, y así llegó la Nochebuena. Gasté el día comprándome una camisa y un pantalón, algo que nunca haría en mi casa. Las séis de la tarde y todavía sin plan que, a algunos ya os lo he explicado unas cuantas veces, es como salen las grandes noches.

Y tras jugar un squash me ofrece ir a un cabaret, de sólo tíos y katois, a ver un espectáculo. Pues allí que me fui a pasar la Nochebuena con Edouard, con Nino, y con un par de becarios de Pekín. La leche. Uno puede vivir meses y meses en este país y nunca saber si la persona a la que llevaba mirando el culo cuarto de hora era tío o tía, lo mismo puedo decir de las caras. Cada uno tenemos nuestra teoría, o nuestro truquillo, y pensamos que es el bueno, yo me incluyo, hasta que un día falle… pero si esto sucede es probable que no os lo cuente ;p

Tras el espectáculo, a por una gran cena de Nochebuena. Y que mejor que sentarnos en unos taburetes de plástico, pedir unas sopas de fideos de arroz en un puestecillo de calle, y tomarnos unas Singhas compradas en el super de al lado. Dos euros por cabeza muy bien invertidos.

Y con el estómago caliente ¿dónde podemos ir?. Pues no os voy a engañar, para el que no lo sepa esto es Bangkok, y belenes vivientes no hay demasiados, pero puticlubs… Así que ya que estábamos cerca, directos a Patpong, a tomarnos una cerveza mientras discutíamos, como no, de si cada una que nos miraba era, como ell@s dicen, “cien por cien lady”, pero a mi no me engañan, que no soy turista, y muchas mienten.

Ya habíamos tenido suficiente ambiente de ambigüedad por aquella noche, así que de allí nos fuimos a una fiesta en casa de unos franceses, en la que todo el mundo era lo que parecía ¿¡!?. Había algunas caras conocidas, muchas desconocidas, y ningún español, pero siempre es divertido conocer gente nueva en estas noches.

Y como todo día de fiesta grande en Bangkok, que mejor que acabar en el Soi 11, el bar cutre por excelencia de la zona donde vivo. Un local muy pequeño, escondido en la segunda planta de una barra americana, que sólo abre a las dos o tres de la mañana, con música inaudible, ambiente lúgubre, y caras de lo más variopinto. Alguna vez se cuela allí un mochilero australiano, pero siguen predominando alemanes borrachos y sobre todo tais noctámbulas y noctámbulos.

Me lo pasé bien, o muy bien. Necesitaba una noche así, y lo mejor de todo es que funcionó. Esa noche acabaron para mí las Navidades en España. La semana siguiente voló, entre cenas y copeos en la terraza de la 37, hacer de guía en la noche para unos becarios de Hong Kong, una visita a ver los tiburones del Acuario de Bangkok (¿sería una premonición?), y cambiar la cinta de BackUp (¡que no he tenido vacaciones!), llegó el viernes.



Y el viernes 29 volábamos a Phuket. El fin de año en Phuket es algo que Edu y yo llevábamos organizando desde finales de octubre. Y que por el camino nos costó bastantes quebraderos de cabeza. No es fácil meter en fin de año a un grupo de casi 40 personas en el mismo hotel, en primera línea de playa, y en uno de los destinos más famosos de país, y menos aún cuando viven en España, Taipei, Hong Kong, Manila, Dubai, Ho Chi Minh, Singapur, Kuala, Yakarta, Pekín, Sanghai, Guangzhou y Tokio (¡con estos últimos me quito el sombrero, han batido record de aviones, tiempo y dinero invertido, para disfrutar de estos tres días!). Pero la verdad, creo que ha merecido la pena.



El viernes, ya de noche, llegamos a la isla, en la costa del mar de Andamán. Una de las zonas más afectadas por el maremoto de 2004. Aunque de él, por lo menos en las zonas en las que estuvimos, no quedaban más que fotos en todos los hoteles y restaurantes. Ese mismo día fue la primera toma de contacto con mucha gente, a algunos ya los conocía del curso en Madrid, a otros de Kuala o alguna visita a Bangkok, y muchos era la primera vez.





Al día siguiente: buceo. Nunca había buceado con bombona, hasta ahora las gafas y el tubo habían sido mis herramientas para perseguir a pulpos y sepias por la costa del Azahar, o para ver corales tras mi llegada a Tailandia. Me apunte a ello sin estar demasiado convencido, porque éramos unos cuantos y me apetecía hacer algo más que salir estos días en Phuket, y porque nos llevarían a la zona de las islas Phi Phi, famosa por La Playa.



Flipante, hay abajo (sólo hasta 12 metros, pero para mí era muy abajo), escuchando la respiración, bajando y subiendo suavemente, en suspensión, uno llega a perder la sensación de subir y bajar, simplemente se mueve, entre peces trompeta, escorpiones, payasos, peces piedra, corales, estrellas gigantes… Fueron dos inmersiones, unos minutos chulísimos, pero lo mejor estaba por llegar. Se acababa el tiempo y el oxígeno, tocaba volver al barco, y ya en superficie, relajado, alternando tubo con bombona para hacer de vez en cuando alguna corta inmersión de uno o dos metros, una nube de peces por el fondo. Una brazada más larga para acercarme y bajo los peces… un bicho enorme, amarillento, zigzagueaba sobre la arena. ¡Mi primer tiburón! No soy un experto, pero he visto los suficiente documentales de la dos para saber que ese tipo no era malo. En ese momento de tensión dos brazadas más para seguirle desde arriba, pero bueno, también me llegó mi momento de consciencia, o de duda, y decidí parar, y dejarme flotar suavemente para ver como se perdía en la turbidez del agua. ¡Increíble!. Quiero repetir. Los delfines que siguieron al barco dando saltos en nuestro regreso fueron ya una simple anécdota.



De noche llegamos a la playa de Patong, cansados, pero era 30 de diciembre, y el día que había comenzado a las 7 se prometía largo. Una ducha y rápido a por el SangSom, que ya habíamos cenado en la playa. De ahí al Tiger, y de ahí al Safari, a terminar la noche, o empezar el día. Es simplemente una discoteca, pero dentro de ella hay más batalla que en un circo romano cuando sueltan a los leones, y más cuando lo que sueltan allí es a cuarenta becarios españoles.



Eran las 12 en el hotel, y ya no me querían dar de desayunar, así que me tomé un redbull local, me pille una barca, y me llevaron a una playita donde ya estaban parte de mis compañeros. Arroz frito, partidito de volei-playa, y algún que otro baño tropical hicieron que la tarde volara. Así que vuelta a Patong, al hotel, que a las siete comenzaba la cena de gala en la terraza.



Tras los vinos, los cócteles y los canapés llegó la cena. Mira que me gusta, pero me prometí no comer nada que llevase arroz frito o fideos, y así lo hice. Había de todo, tai, europeo, japonés,… pero sobre todo una parrilla en la que hacían de carne y marisco que... Comí lo más que pude, y los que me conocéis sabéis que es mucho.



Mientras cenábamos había espectáculos, música, magia, como en La Primera en Nochevieja, pero sin David Bisbal, y no le eché de menos. La cena llegaba a su fin, más de las diez, y llegó el momento de las copillas, así que fuimos a las habitaciones a por las compras de Nochevieja, y la fiesta se empezó a animar: los bailoteos, subirse al escenario, a las mesas, los discursos, el jugueteo con la decoración de la fiesta, y los agradecimientos al resto de asistentes (inocentes familias de guiris que nos miraban con cara de pánico).



Las doce menos diez, hora de coger las uvas y bajar corriendo a la playa.



Alberto, crecido, ya que acababa de ganar el “concurso de baile” improvisado por el hotel, se vió capaz de dar las uvas. Así que, en la arena, tenedor en mano, golpeando una botella vacía de SamSong... los cuartos... ¡TiTiTiTiTiTiTiTiTiTi!... las uvas... ¡1!... ¡2!... ¡3!... ¡4!... ...¡y 12!. ¡Feliz año a todoooossss! Lo típico, los besos, los abrazos, los brindis, y los deseos para el año que viene, algunas llamadas a España un poco pedete (espero con miedo la carta de Amena), y a seguir disfrutando la noche en la playa, en el Safari,... y en donde haga falta.



FELIZ AÑO A TODOS!!!,

y que pena que vaya donde vaya uno siempre haya fanáticos absurdos: Madrid, Bangkok,...