19 diciembre 2006

Ko Samet

Como se iba acercando la Navidad y con ella las cenas, las fiestas, alguna despedida, y ese fin de año en Phuket con mis colegas del Sudeste que puede ser mortal, aproveché el ultimo fin de semana de calma para ir a Ko Samet a recuperar energías.



Allí cumplimos con lo previsto, días completos sin hacer absolutamente nada, tirados en la playa, nadando, desayunando unos sanos batidos de frutas, y como mucho alguna cerveza, o alguna copilla, antes de ir a la cama, todo para dormir mejor.



Esperaba mucho de esta isla por todo lo que había leído de ella y por los comentarios que los conocidos me habían hecho. Y cumplió mis expectativas. Es una isla pequeñita, de unos 10 kilómetros de largo, en forma de T, que se va estrechando según se avanza hacia el sur, y muy accidentada, siendo los único puntos llanos aquellos inmediatos a las playas, y a veces ni eso. Se accede a ella desde el puerto de Ban Phe, a unas 4 horas en autocar al sudeste de Bangkok. Y en menos de media hora el ferry alcanza la isla.

Está fuera de la bahía en la que desemboca el Chao Phraya, y por eso el agua permanece limpia, cristalina si no hubiese sido porque el mar estaba revuelto ese fin de semana (la primera vez que veo el mar revuelto en Tailandia).





Es curioso, porque el oeste de la isla es todo acantilado, mientras el este está lleno de playas, donde se localizan la mayoría de los alojamientos, casi todos bungalows. Pero en muchos puntos, la isla es tan estrecha, que llegar de un lado al otro suponen simplemente diez minutos, en los que da tiempo a pedir unas copas "para llevar" en un chiringuito de la playa, al este, subir y bajar la “sierra” que atraviesa la isla de norte a sur, y sentarse tranquilamente sobre las rocas de la vertiente oeste a ver el anochecer echándole unos tragos.









Al ser tan poco espacio, llegar de una playa a otra es simplemente un paseo, así que fue una buena oportunidad para, tranquilamente, caminando, ir de bahía en bahía hasta encontrar las playas más a nuestro gusto.





La verdad es que, a pesar de estar bastante explotada, ya que la costa este tiene Bungalows en absolutamente todas las playas, es un turismo bastante tranquilo, con mucha presencia de tailandeses, nada que ver con las mega-urbanizaciones de lugares más conocidos como Krabi, Phuket, Pattaya, etc. Tras haber estado también en Ko Chang, da la sensación de que las islas de las provincias orientales del país, conservan un poco un ambiente original, que permite que uno se de cuenta de que está en Tailandia y no en Ibiza, algo que no sucede en todas las zonas costeras del país.





Vamos, que la isla me ha dejado un buen recuerdo, pero también uno malo, y es que es la primera vez desde que vine a Bangkok que me han acribillado los mosquitos. Ni mosquitera, ni aire acondicionado a tope, ni antimosquitos, ni leches, ha pasado una semana desde que estuve allí y de vez en cuando varias de las decenas de picaduras que tengo vuelven a escocerme como si me acabasen de picar.



Cumplido el objetivo del viaje, de buscar un poco de relax y cargar pilas, llega el momento de volver a Bangkok para ver, a más de 30º y con un sol radiante, la ciudad llena de árboles y luces de Navidad, figuras de renos y Papá Noeles, y rojo y villancicos por todos los comercios… Sin palabras.

12 diciembre 2006

Myanmar

Desde el momento en que, hace dos semanas, hicimos el último click para comprar los billetes que nos llevarían a Bali en el puente de Diciembre, el arrepentimiento comenzó a invadirme. Estaba a punto de gastar buena porción de mis escasas vacaciones (probablemente este es el punto más precario e injusto del precario no-contrato que firmé en Madrid, y aún más irracional sabiendo que quien lo fomenta es un organismo público, un ejemplo a seguir...) en un destino de playa, precioso, pero de playa, y seguramente poblado de guiris jubilados y recién casados.


Pero dos días después Dios, o Buda por estas tierras, vino a mí en forma de “banco y/o compañía aérea”, avisando de que no se había podido realizar la transacción, y por lo tanto la compra de billetes. Momento de ponerse manos a la obra, comunicarle la noticia a Edu, y apenas unos días antes del viaje, hacer un cambió brusco de destino: Birmania.

La verdad, yo no tenía ni idea de lo que era Birmania, había leído algunas cosillas, algún comentario en blogs o en foros, pero me llamaba la atención, no se si era por lo mítico-bélico del nombre, porque no parece ser un destino prioritario del turismo del sudeste asiático, o por lo hortera de la canción.

Sea como fuere, el cambio creo que mereció la pena, dejaré Bali para mi Luna de Miel... o para los próximos meses.

Myanmar, más grande y poblado que la Península Ibérica, y rico en recursos, es un país pobre. “Tailandia también”, diréis algunos (yo también lo pensaba). Mi idea del sudeste asiático era la de una serie de países más o menos similares, llenos de arrozales, selvas, templos y gentes de ojos rasgados que amaban u odiaban a los americanos dependiendo de su historia reciente. Pues no es así, por ejemplo, la diferencia entre Tailandia y Myanmar, al menos en Índice de Desarrollo Humano, es la misma que existe entre Noruega y Ecuador. Centrándonos en un continente, la diferencia de IDH entre ambos es mayor que la existente entre Italia y Albania, con la particularidad de que los dos asiáticos comparten 1.800 kilómetros de frontera, religión, etnias,...


Mi visita se ubicó en cuatro puntos, los típicos del itinerario turístico, sea para una semana o para quince días. Yangón (la capital) y tres áreas del centro del país, el lago Inle, Madalay y Bagán.

Yangón me pareció una ciudad fea (las grandes capitales suelen serlo), a lo que tantos años de gobiernos comunistas, militares y el bloqueo económico actual no han ayudado nada. Se veía un centro urbano descuidado, sucio, con casas coloniales pero en estado lamentable, en contraste con su pagoda emblema, Shwedagon, bañada de oro, que es para lo que se emplea parte del dinero que el Gobierno recauda de los turistas.


Existe un debate acerca de Myanmar, sobre turismo si o turismo no. Los que se oponen al turismo (entre ellos la premio Nóbel que fue elegida presidente en unas elecciones en 1990, pero que nunca llegó a gobernar), argumentan que la mayoría del dinero, de los dólares (es la divisa de los gastos grandes, para comprar chucherías y souvenirs se puede usar el Kyat), van a para al Gobierno Militar, lo que le refuerza. Los que recomiendan el turismo aluden a que genera ingresos extra para la gente humilde del país, y que permite un contacto cultural con el exterior (la censura de los medios aquí es total) que desencadenará inconformismo.

Yo no se qué postura es la correcta, pero he hecho turismo en Myanmar. No dudo que el turista puede en muchos casos ser el único medio de contacto con el exterior, pero soy consciente de que unos tres cuartos de mi presupuesto han ido a parar directamente a las arcas del Gobierno (visado, tasas, entradas, transportes,...). Y como yo, cualquier turista que vaya a este país, simplemente porque en la mayoría de los casos, no hay segundas opciones.

Debate aparte, Myanmar es precioso. Y precisamente el bloqueo y el aislamiento, y un turismo muy escaso, han hecho que conserve un atractivo especial (¿por cuánto tiempo?). El lago Inle es un paraíso natural, un lago de unos 80 kilómetros cuadrados, de aguas cristalinas, rodeado de montañas plagadas de templos y estupas. Es como una vuelta al pasado. La vida se lleva a cabo sobre y por el agua: pueblos, plantaciones de tomates, pescadores a la antigua usanza, gente transportando todo tipo de mercancía, extrayendo arcilla de los fondos, bañándose,... los niños lo primero que deben aprenden es a mantener el equilibrio sobre la punta de una pequeña barca, remando con la pierna, por supuesto.


Del Lago Inle fuimos a Mandalay por una pequeña carretera, si es que se puede llamar así. En Myanmar hay una carretera medio decente, sur-norte, que une Yangón con Mandalay. Y luego algunas vías transversales de muy mala calidad, que unen algún núcleo importante con la carretera principal, dando lugar a una red de herencia totalmente colonial. El resto no son carreteras. En nuestro viaje, en un taxi Toyota Corolla de hace más de 20 años (el vehículo a motor más frecuente del país), fuimos subiendo y bajando puertos por pistas cementadas plagadas de baches y agujeros.


Fueron 9 horas para unos 200 kilómetros, con paradas para ver unas cuevas, comer, o tirar algunas fotos. Pero mereció la pena. El paisaje muchas veces era bastante mediterráneo (han pasado dos meses desde las últimas lluvias), suelos arcillosos, colinas y montañas de fondo, acacias y pinos adehesados, y se volvía más tropical en la vertiente norte de cada montaña. Sólo la hilera de estupas que iba coronado las montañas y la llegada a un amplísimo valle nos devolvían a Asia. A pesar de alguna pequeña avería y de un conductor que mascaba continuamente un estimulante natural para mantenerse despierto (producto número uno allí, debido a él las calles están sembradas de escupitajos rojos), llegamos a la segunda ciudad del país.


Si Yagún me pareció feo y sucio, Mandalay era el colmo. Una ciudad de un millón de habitantes con muchísimas calles sin asfaltar, con viviendas de sólo una o dos alturas, y cuyo centro sólo era distinguible por una muralla, porque el tipo de construcción era prácticamente igual que en las afueras. La constante nube de polvo y humo no evitaba que las calles estuviesen llenas de ciclistas y puestos de comida, monjes, carros, gallinas,...

Nuestra idea original era ir en barco de Mandalay a los pueblos históricos de los alrededores, pero por la falta de planificación, nos presentamos con las bicis en la ribera del Ayeyarwady, sin posibilidad de ir en barco. Entonces decidimos hacer las visitas en bici, remontando el río, entre parcelas agrícolas salpicadas de carros de bueyes arando, gente repartiendo semillas (con longyi, por supuesto, es la indumentaria tradicional y la llevan la mayoría, tanto en la capital como en provincias), pequeños poblados de madera con gallos, cochinos, perros y niños con la cara pintada (muy habitual para protegerse del Sol) que salían a nuestro paso,... Ya sólo quedaba cruzar el río para llegar a Mingún, pero enseguida los vecinos nos mostraron una barca, trajeron unos remos de una casa, montaron las bicis, y en media hora estábamos al otro lado. Nos pasamos todo el día en bici, pero ni las bicis nos respetaron, ni mi rodilla, así que la vuelta a casa, a Mandaly quiero decir, fue en transporte público, como debe ser.


Bagán, a orillas del río Ayeyarwady, fue nuestra última parada. Es una extensa llanura arbolada que contiene miles de templos y pagodas. Merece la pena verlo, y es espectacular como los picos de las pagodas se pierden en el horizonte en todas las direcciones.


Myanmar, que es como se llama su país, y así es como quieren que lo llamemos los demás, ha sido un experiencia grata. Contrario a lo que ponía en las guías, la gente si que ha querido hablar de la situación política a poco que se les sugería el tema, y ha criticado la falta de libertades, incluso no poder salir del país, y cómo la cúpula militar se está enriqueciendo a su costa. No es extraño ver trabajadores forzados, ya que el Gobierno emplea a los disidentes para parchear carreteras, ni niños trabajando, ni miseria. Pero a pesar de todo ello daba gusto la gente, bastante abierta, casi siempre dispuestos a echar una mano, capaces de invitarte a su casa o sentarse a tomar algo sin apenas conocerte. Supongo que con la llegada del turismo y cuando caiga el régimen irán apareciendo nuevas libertades y se producirán mejoras sociales, pero aquello último cambiará, una pena, pero es bonito haberlo conocido así.


Por cierto, se me olvidaba deciros que estamos aquí por los pelos. Cuando a una hora de volar nos apoyamos en la taquilla del aeropuerto para coger los billetes, nos piden una última tasa (otro impuesto militar), del aeropuerto esta vez: 10$ por cabeza, salíamos 3, total 30. Entre todos juntábamos exactamente 30 dólares y 1200 kyats (unos 0,8$). ¡Y aquí no hay cajeros!. ¿Será qué todos estos días de oración dieron sus frutos?.


03 diciembre 2006

De Hua Hin a Ko Kred

Ha sido una semana intensa, larga, con bastante jugo. Y ha coincidido con los últimos días de Ander en la Oficina, el becario del Gobierno Vasco. Cuando llegamos Edouard, Eduardo y yo, él fue un poco como el guía espiritual, el que nos decía que hacer y que no, y que con su verborrea en Tai nos dejaba con la boca abierta, y nos sacaba siempre de algún problemilla. Siempre sabía donde comer más barato, y a qué hora cerraba el último garito de Sukhumvit. Además, durante estos dos meses le he tenido siempre en frente mío en la ofi. Por todo eso, y porque eras el mejor regateando la botella de güisqui en los pubs y discotecas, te echaremos de menos.

Hua Hin, “cabeza de piedra”, es un pequeña ciudad de turismo de playa a sólo 200 kilómetros al sur de la urbe, lo que en ferrocarriles tailandeses podríamos traducir como 4 horas de viaje. Pero bueno, con una buena baraja, echando unos tutes y unos mentirosos, los clásicos del verano español, y comiéndonos unos mosquitos, el viaje se hizo ligero.

Llegamos de noche a la estación, y allí nos encontró el dueño del hostal donde nos alojaríamos. Era un holandés raro, de estos que ha vivido en mil sitios, y ahora había transformado la casa donde vivía con su mujer en un hotel de lo más estrafalario, que incluía entre sus comodidades una piscina desmontable en el jardín, visita ineludible antes de dormir. Se pasaba el día tumbadazo sobre una alfombra viendo la tele, pero era bastante majo, y por apenas 4 euros al día hizo de su casa la nuestra.





La playa de Hua Hin no tiene nada de especial, podríamos estar en el Mediterráneo perfectamente, con apartamentos, hoteles y jubilados alemanes. El agua está turbia, pero eso no evita que se pueda disfrutar de un día de playa con los colegas, echar un partidillo de fútbol-playa con algunos chavales del lugar, darte unos baños, y pegarte una buena comilona para cenar.



También me apetecía un fin de semana así, de no hacer absolutamente nada. Hasta ahora todos los viajes a la costa habían sido una locura de desplazamientos y visitas. Y yo tenía ganas de relax, de no hacer absolutamente nada más que levantarme y pasar el día tranquilamente en la playa, por lo que este finde me supo a gloria.



¿Y después de cenar? Pues como casi todo Tailandia, la ciudad tiene un par de calles llenas de garitos con chicas, con chicos, y con mezcla de ambos, acosándote para entrar en su bar. Y así empezamos las dos noches, tomándonos unas copillas bien regateadas, y dejándonos llevar por los encantos del país.



¿Y cómo las acabámos?, je, je, ¡que se que es lo que os interesa!. Pues eso no os lo voy a contar, el quiera saberlo que venga, pero como gente de mente abierta que somos, nos encanta integrarnos en la cultura local.



El fin de semana pasó volando, y en apenas dos o tres días, estábamos tomándonos las últimas copillas con Ander en la terraza de la 37, sobre los tejados de la ciudad. Hemos descubierto un filón, y creo que dicha terraza empezará a ser habitual en nuestras vidas, porque es espectacular.



Ya sin Ander, el fin de semana fue bastante relajado, ya que las noches entre semana nos habían dejado tocados. Así que el domingo madrugamos para hacer un poco de turismo por los alrededores. Cogimos una barca para remontar el Chao Phraya que nos dejó en Nonthaburi.



Pueblo de curioso recuerdo para mí. Estando tan tranquilos en una acera a la puerta de un supermercado, se me acercó un tío y me empezó a hablar en Tai. Y yo pensaba que nos ofrecía taxi o tuk-tuk para ir a algún sitio (sucede miles de veces). Pero no le entendía, así que le decía “¿qué, qué?”. Y el tío extendió el brazo, y empezó a agitar el puño de arriba abajo, cada vez más violentamente, y yo, inocente de mí, sin entender “qué, qué?”. Cuando detrás de mí empiezo a escuchar algunas risas de mis acompañantes, me giro, les miro, y cuando me vuelvo a girar hacia el individuo estaba con la camiseta remangada hasta el cuello y el culo en pompa!. Será guarro el cabrón. Y encima era el chapero más feo de todo Tailandia, os lo aseguro.



Con la moral por los suelos continuó mi viaje. Otra barca nos llevó a Ko Kred, una pequeña isla fluvial, en la que estuvimos un par de horitas dando un paseo por sus estrechos caminitos que se pierden entre las casas de madera, viendo algún templo, y recorriendo puestos de comida y de alfarería, típicos de esta isla.







La semana acabó como muchos días, con unos partidos de Squash en el edificio, pero ahora, con la baja de Ander, el trono de este deporte ha quedado libre, y lucharé por él...