Dan Sai

Con motivo del festival de Phi Ta Khon, un acto religioso-festivo que tenía lugar en el pueblo de Dan Sai ese fin de semana, comenzamos un viaje por la provincia. Arrancamos en Udon Thani, apenas al sur 50 kilómetros de la frontera con Laos, y hacía allí nos dirigimos.

Alcanzamos el río Mekong, también frontera natural entre los dos países, justo con Vientiane en frente y cogimos una carretera hacia el oeste, a lo largo del río. Un recorrido ondulado y zigzageante, atravesando pequeños y solitarios pueblos con casas de teca (Si Chiang Mai, Ban Pak Mak, Chiang Khan,…). A la derecha siempre el río bastante bajo de agua, y justo al otro lado Laos. A la izquierda montañas, arrozales, templos y cascadas.

Tras unas cuantas horas de viaje cambiamos de dirección, y viajamos hacia el sur, con destino Dan Sai. Se hacía la noche, y nos esperaba el festival, que tendría lugar de madrugada.

Sus actividades se podrían resumir en dos. Una procesión nocturna en honor a los espíritus del río, y una procesión diurna en honor a los mismos, pero de una manera mucho más terrenal. Como éramos nuevos nos apuntamos a las dos.

Esa misma noche cenamos en el pueblo. El aspecto era como el de las fiestas de cualquier pueblo, incluso de España. Gente bebiendo a saco wisqui y cerveza, puestos de recuerdos, de comida, de chucherías, luces, las típicas cuerdas con banderitas de papel de lado a lado de la calle, un grupo de danzas tradicionales (si se echaba de menos una discomovida de esas que tenemos…) en el escenario. Además tuvimos la “suerte” de que esa misma noche los puestos celebraban la fiesta del som tam. Para que os hagáis una idea, el som tam o ensalada de papaya es de las cosas que no conseguiré disfrutar de este país. Es una especialidad tai, un revueltillo de papaya, tomate, guindillas y alguna salsa local que al primer bocado consigue dejarte la boca ardiendo. Hubiese preferido una chocolatada, pero esto es Tailandia.
Con poco tiempo para reposar la cena, llegó la hora de despertarse. Hacia las 2 de la madrugada comenzaba la procesión junto a un templo, guiada por el chamán del pueblo y su mujer, ¿la chamana?. Asistentes: los religiosos, las señoras del pueblo, y los turistas. Hasta en esto me recordaba a cualquier fiesta de España: los jóvenes locales pasando de procesión y paseando su pedo por el pueblo (por no hacer un feo a un chaval me tocó desayunarme con un buen trago de 100 pippers). Los adultos machos en la cama recuperándose de la borrachera, la edad no perdona. Joder, clavado a España, ¿verdad?.

Bueno, pues los pocos valientes que seguíamos al líder, de túnica blanca impoluta, andábamos hacia el río. Allí, en una especie de templete se detuvo el ritual, siguieron las oraciones, los cánticos y los bailes, hasta que un tío se metió en el río (parte de la parafernalia, no era un espontáneo) a convencer, con grandes aspavientos acuáticos, a un espíritu del agua transformado en piedra de mármol para que se uniera a la fiesta. Y le debió de convencer, porque tras un buen rato de chapuzón, volvimos al templo de partida. Así se hizo el amanecer, momento de desayunar y volver a la cama a descansar un rato.











